Texto realizado por Jose Manuel Renuncio Pérez del Grupo Espeleológico Nipargus, extraido de la revista "Torre Santa" Nº 32 de Junio de 2004.
Cuando a través de los altavoces del airbus, el comandante primero en farsi y luego en inglés nos comunicó que en breves minutos aterrizaríamos en el aeropuerto de Mehrabad, las pasajeras más rezagadas dieron por apurado el tiempo en el podían lucir por completo su cabellera. Estábamos ya en el espacio aéreo de la República Islámica de Irán y el “destape” de los tiempos del Shah era un recuerdo que, hoy por hoy, sólo vanamente podía recuperarse, aunque luego me enteraría que están muy de moda los guateques clandestinos en los que las chicas se quitan el pañuelo y la túnica, dejando visible una vestimenta propia de cualquier otra muchacha europea.
Y convenía empezar hablando de esto aunque luego aunque luego toquemos el tema de las montañas. A los cinco que aquel día amanecimos para acabar planchando la oreja en un hotel de Teherán, nos habían repetido hasta la saciedad que este viaje, tal y como andan las cosas por allí, era una locura. Ya se sabe, Irán se escribe casi igual que Irak y al parecer está poblado de infieles fanáticos dispuestos a cortarte el cuello de un tajo con el alfanje. Tendríamos la oportunidad de comprobar cuanto hay de cierto o de falso en los tópicos que se manejan en Europa y si se tiene bien ganada su parcela en el “eje del mal” (sesudo concepto éste, acuñado en un privilegiado entorno intelectual por la mente clarividente de George W. Bush).
Conviene hacer unas aclaraciones. Tras el saludo las primeras palabras que nos dirigió Hamid, nuestro guía turístico de habla española, fueron que ellos no son árabes sino persas y que la diferencia no era baladí. Pudimos comprobar tras algunos paseos por Teherán que las consignas del Ayatolá Jomeini y Alí Jamenei, su sucesor como guía supremo de la revolución, va por un lado y la realidad social va por otro muy distinto. La población iraní, que en su mayoría no había nacido cuando se desencadenó la revolución que instauró el Islam como religión de estado, está día a día arañando parcelas a la cerrazón integrista. Todo un símbolo son los flequillos que decididamente dejan las chicas sobresalir del hiyab, ese pañuelo que les cubre el pelo. Este gesto que en antaño era heroico, pues conllevaba una buena tunda de latigazos, ahora es de lo más normal en las avenidas y los parques de Teherán y es algo que podíamos asimilar en España a la moda de las adolescentes cuando dejan descubierto el ombligo para que se les vea el piercing. Más rebelde y atrevido si cabe.
Pero nosotros íbamos a lo que íbamos y tú, amable lector/a, si has abierto estas páginas es para encontrarte con la parte escabrosa en el sentido literal de la palabra.
El Damavand, techo de Persia con una altura de 5.671 metros, es un estratovolcán de forma cónica casi perfecta, una especie de Fujiyama que se eleva más de mil metros por encima de las cumbres que lo rodean. Se encuentra a escasos 80 kilómetros de la capital iraní en el centro del norte del país, enclavado en la cordillera Elbruz.
Hacia el Damavand nos encaminamos en microbús desde Teherán la tarde del 5 de abril y antes de salir de aquella megalópolis, de natural contaminada por el tufo de su caótico tráfico, ya pudimos ver un triángulo blanco emergiendo imponente de entre las otras montañas hacia oriente. Pero no puedo seguir si no comienzo por el principio.
Después de parar nuestra primera noche, y según lo programado, nos acercamos a la estación de Dizin, a unos 60 kilómetros al noreste de la capital. El esquí es un deporte bastante popular entre las clases acomodadas en Irán. Pero cuando llegamos nos encontramos con una estación desangelada. Ya no quedaba nadie deslizándose sobre las tablas pues la víspera se habían acabado las vacaciones, sus navidades (y el símil no es mío, es de Hamid). Todo el mundo estaba de nuevo en el tajo. Nosotros no fuimos a disfruta del esquí sino a aclimatarnos. El hotel, en el que también éramos los únicos huéspedes, se encuentra situado a 2.700 metros.
Un par de días estuvimos sin hacer otra cosa que subir hasta la cota de 3.500 de la cumbre del pico Dizin, ascendiendo por las desiertas pistas de esquí. Carlos y David eran la caballería pues llevaban los esquís de travesía. Chin, Nacho y yo, la infantería.
Poco más hicimos salvo contemplar la lluvia incesante tras los cristales del lobby y matar el tiempo escribiendo nuestros diarios con el sonido de fondo de los excitantes culebrones de la televisión iraní (quien me iba a decir a mí que en ese momento incluso me habría parecido interesante el programa de Ana Rosa Quintana).
Después de dos días de permanencia en el destierro de Dizin, volvemos a Teherán con algún que otro retraso de índole mecánica que influyo más de lo que hubiésemos deseado en el discurrir del resto de la expedición. El diferencial de una rueda de la vanette se partió y nos dejó tirados a unos kilómetros de Teherán lo que nos supuso retrasar en un día la ascensión. Hamid nos consiguió tres coches particulares para llegar a la capital y poder subir a un microbús que iba a dejarnos en las faldas del Damavand.
Deberíamos haber emprendido el viaje a media mañana pero ya era bien entrada la tarde cuando iniciamos la aproximación. Con mucha tranquilidad llegamos a Reyneh, última localidad habitada antes de los campos de altura. A las 11 de la noche no es cuestión de comenzar ninguna marcha sino de meternos al saco, no sin antes preparar las cosas que llevaríamos con nosotros y empaquetar lo que tuviera que esperar en el pueblo a nuestro regreso. Pasamos la noche en un local habilitado por la Federación Iraní de Montañismo en el mismo pueblo.
El 6 de abril amaneció despejado y con un mar de nubes cubriendo el valle del río Haraz en cuyas alturas cuelga Reyneh. Frente a nosotros la efigie imponente de la montaña. Para lo que se estila en esta época del año, hay mucha nieve cubriendo sus laderas. Vemos las suaves laderas iluminadas por el sol matutino. Se perciben en las inmediaciones de la cumbre ciertos penachos de la nieve desplazada por lo que suponemos vientos fuertes. Desde abajo sólo se puede intuir lo que estará pasando por ahí arriba. Uno no quiere encontrarse con un percal así.
Después de algún contratiempo con lo vehículos que nos tienen que acercar aún más al inicio de marcha, comenzamos por fin a subir desde la cota 2.700. Nos acompaña Nazir, guía de montaña iraní. Nuestro objetivo para ese día nos queda corto evidentemente. Por pendientes muy suaves llegamos hasta le mezquita de Gusfandsara (3.060m), que en farsi significa cercado de ovejas. Carlos y David, enfundados en las tablas de esquí, van foqueando por una pista que es practicable en todoterreno en verano. Los demás tomamos la directa. En cualquier caso llegamos a la vez, al cabo de dos horas. La estampa que tenemos ante nosotros es la de un paraje nevado y una pequeña construcción de planta rectangular con una hermosa cúpula dorada reluciendo con los rayos del sol. Como telón de fondo, el omnipresente volcán. Y digo bien omnipresente porque, aunque en aquel momento nos lo encontramos majestuoso sobre nuestras cabezas, podíamos tenerlo a la vista en cualquier lugar de Irán con solo echar la mano a la cartera y sacar un billete de 10.000 riales y mirar en el reverso. En el anverso se encuentra algo aún más omnipresente: el ayatolá Jomeini.
Nos acomodamos en un pequeño refugio a apenas una veintena de metros de la mezquita. Son las 11 de la mañana y aquí es donde vamos a pasar la noche. Podríamos seguir subiendo hasta la siguiente etapa a 4.220 metros y ganar la jornada perdida, pero entendemos que nos puede salir el tiro por la culata al no respetar ciertas reglas de aclimatación. No desperdiciamos la tarde sin embargo. Subiremos unos quinientos metros de desnivel a paso de tortuga (renqueante) para dar unas fuertes bocanadas de un aire que ya estaba empezando a enrarecerse antes de volver a nuestro cubículo. Entretanto han ido llegando unos grupos de unos montañeros, todos ellos europeos con guías nativos. A saber, son holandeses y un grupo de suecos que se han jugado el tipo metiendo whisky de contrabando para montarse una juerga pegados a la mezquita. También van apareciendo grupos de españoles. En semana santa somos una plaga fuera de nuestras fronteras.
La dieta no tiene mucho que ver con la carta de Maxim´s o El Bulli. Entre los ingredientes. Los ubicuos arroz, té y nun, una especie de crepe o chapati, que en esas latitudes hace las veces de pan en todo menos a la hora de untar la salsa.
El segundo día en el Damavand se resumió a una ascensión de cuatro horas hasta el segundo refugio, que se encuentra a 4.220 en la misma vertiente sur. Día despejado, nos encontramos con un grupo de madrileños que viajaron en el avión con nosotros. Regresaban sin haber hecho cumbre. Los penachos de viento a los que aludía antes son los que le hicieron dar media vuelta. Uno nos dijo que no tenía tanta afición como para jugarse el tipo. A medida que ascendemos nosotros por palas de nieve van apareciendo más y más nubes. La montaña se tapa por momentos. Llegamos a un refugio de color naranja y de forma tubular cuyo interior está completamente ocupado por literas, con algún hueco para improvisadas cocinas. Ahí dentro nos tendríamos que hacinar una treintena de personas, con ánimo unos de intentarlo al día siguiente o quedarse a continuara con la aclimatación los demás. Acordamos con el guía e intendente Nazir iniciar el ataque a cumbre a las 4 de la mañana siguiente. Afuera estaba nevando y hacia ventisca pero nos dijeron que las previsiones meteorológicas específicas para el Damavand eran buenas y sólo empezarían a torcerse por la tarde.
Nos quedamos el resto del día sin alejarnos del refugio. Tomamos una cena algo más abundante que la víspera (algo tuvo que ver la “diplomacia” de Chin), y nos fuimos a dormir a eso de las 8.
A las 3:30 de la mañana ya estábamos hirviendo el té del desayuno. Nazir nos dio la buena nueva meteorológica. Ni resto de la ventisca ni del viento que hacía apenas unas horas. Afuera, una noche serena y estrellada y abajo, en la distancia, las luces de los pueblos colgados del valle de Haraz con el resplandor de Teherán hacia el suroeste. Era el día perfecto para comenzar a subir. Entre pitos y flautas eran las 4:50 cuando dimos nuestros primeros pasos hacia la cumbre. Carlos y David nos seguían al principio a Nazir, Chin, Nacho y yo. Tardarían poco tiempo en tomar su propia ruta ascendiendo haciendo zigzags por una inmensa pala de nieve que descendía desde la misma cumbre. A su izquierda íbamos los demás por un itinerario entre las rocas. No tardaron en aparecer los primeros rayos de sol a nuestra derecha. El caminar se iba haciendo cada vez más duro por el inevitable efecto de la altura. A algunos (por Nacho Bacigalupe) les pilló más desprevenidos que a otros pero es algo que ya nos esperábamos. Cuatro de nosotros ya habíamos superado los cinco mil metros en ocasiones anteriores. Los pasos se fueron haciendo más cortos y parecía que la cumbre sí se iba acercando algo, pero muy lentamente, más de lo que desearíamos. Otros grupito irían añadiéndose a la procesión a lo largo de la mañana. Nosotros empezamos a seguir cada cual a nuestro ritmo para desesperación de Nazir que pretendía tenernos agrupados como un rebaño. Si ya los esquiadores no le daban suficiente disgusto, Chin, entre cuyos planes no entraba ir de oveja, decidió guardar distancia para que no le atosigaran. Yo acabaría adelantándome para seguir un ritmo constante que no me obligase a pararme cada dos por tres como el que imprimía el guía.
El perímetro del cono iba pareciendo por momentos más pequeño y abarcable. El tiempo continúa felizmente estable aunque a lo lejos empezamos a ver la formación de cúmulos, lo que yo llamaría nubes yuyo. Pero seguía sin haber viento y la temperatura constante de 18 – 20 bajo cero que más tarde me certificaría David me resultaba irreal. Todo era cuestión de no pararse en cualquier caso.
El humo que aflora de las inmediaciones de la cima se fue haciendo cada vez más patente. La abundante nieve disminuye drásticamente a partir de los 5.400 metros. Entiendo que las fuerzas telúricas no debían encontrarse mucho más debajo de nuestros pies y estaban recalentando el suelo en los últimos metros de la montaña.
Con las bocanadas de aire cada vez mayores para mantener el aliento, me fui acercando a la meta final. Por desgracia, el azufre de las fumarolas también hacia acto de presencia junto con mi anhelada ración de oxigeno. Trataba de ponerme de espaldas a las emanaciones cuando estas, con la complicidad de de alguna que otra ráfaga de viento, se acercaban y empezaban a tocarme, nunca mejor dicho, las narices.
Son las 11:20 cuando alcanzo por fin la cima, o lo que se considera oficialmente la como la cima, un punto en la circunferencia del cráter. Allí se encuentran un par de ovejas o corderos congelados a la intemperie desde hace treinta años; algunas placas conmemorativas de pretéritas ascensiones o de homenaje a montañeros muertos, todo ello en farsi.
Me asomé en primer lugar hacia el fondo del cráter, una amplia concavidad de blanco inmaculado, y a lo lejos, hacia el norte, la tonalidad azul difusa entre algo de bruma de lo que sin duda es el Mar Caspio, el mar interior más grande del mundo.
Entre el primero del grupo y el último en llegar, transcurren casi dos horas. Dará tiempo a aburrirse y tener un conocimiento muy exacto del olor a anhídrido sulfúrico. En goteo fue subiendo la gente hasta reunirse en el punto culminante de Irán.
Una vez alcanzada la cima, cosa por la que ninguno de los que ahí arriba estábamos hubiéramos apostado un duro apenas diez horas antes, se imponía decidir en caliente (o en frío) que íbamos a hacer. Chin está resistiéndose desde hace ya tiempo de las rodillas y la única forma de tener asegurado el vuelo hacia Persépolis al día siguiente a las 6 de la mañana sería bajando inmediatamente un desnivel de 3.000 metros.
Por lo menos lo íbamos a intentar. Ya no queda nadie de los que ese día habían hecho cumbre salvo nosotros. La bajada se hizo lentamente con el temor al principio de que el tiempo empeorase de forma súbita. Pero un ocurrió. Hicimos el descenso por la pala de nieve para que posibles caídas si flojeaban las piernas se saldase restregándonos por la nieva y no partiéndonos la crisma por el itinerario rocoso de la subida.
Serían las 4 de la tarde cuando bajo un cielo gris alcanzamos el refugio de 4.220 donde la mayor parte de nuestras cosas habían sido empaquetadas de vuelta a Reyneh. Después de un pequeño descanso y de reponer fuerzas, reemprendimos la bajada hacia Gusfandsara. Está vez, David le cedió los esquíes a su padre (que para algo son de Chin) y seguimos camino abajo hasta la mezquita. Anocheció en poco tiempo y con una capa lo suficientemente gruesa por la nevada de la víspera como para hacer el descenso una experiencia poco edificante, sobre todo entre los esquiadores cuyos traseros parecían haberle tomado más querencia a la nieve que las propias tablas. Decidieron con buen tino dar por finalizada la temporada de esquí en las inmediaciones de la desierta mezquita donde ya nos recibió la noche cerrada. Pero aún quedaba media hora larga hasta alcanzar el punto en el que habíamos quedado en encontrarnos con los todoterrenos y que nos devolvió a Reyneh donde nos esperaba Hamid.
Podemos dar por finalizada nuestra aventura alpina persa aunque el gymkhana aún proseguía un poco más. Sin apenas tiempo para quitarnos las botas de plástico (de cambiarnos de ropa o ducharnos ni hablar), montamos en el microbús que nos llevó a Teherán a donde llegamos a las 2 de la mañana y donde dispondríamos de tan sólo un par de horas de sueño para continuar nuestro periplo. Eso ya es otra historia y, por cierto, no menos edificante que la de la propia montaña.
No quisiera acabar estas líneas sin hacer hincapié en la hospitalidad los iraníes, en la belleza de una nación milenaria como es Persia y sin sugerirte amable lector/a, que te des un garbeo y compruebes con tus propios ojos si aquello tiene pinta de “eje del mal”.
La Expedición Burgalesa al Damavand 2004 la formamos Jesús González “Chin”, David González y Nacho Bacigalupe del Club Alpino Burgalés así como Luís Carlos del Val y José Manuel Renuncio del Grupo Espeleológico Niphargus.
Como apunte mio, decir que el que no subió de los cinco fue Nacho Bacigalupe.
1 comentario:
Hola, somos una pareja de amigos que queremos ir al Damavand este año!!! En tu blog comentas que contasteis con Hamid, un guía de habla hispana... podrías facilitarnos su contacto o a través de que agencia organizasteis el viaje??? Nos parece interesante lo de que el guía hable español... jeje
Un saludo y a seguir disfrutando entre montañas!!!
Fidel
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